¿Qué? Es indiferente, basta que aparente. ¿Cuándo? Ya. ¿Cuánto? Todo. ¿Cómo? Lo que menos esfuerzo cueste. ¿Dónde? Everywhere.
Las respuestas a estas preguntas, o más bien, las actitudes de la vida moderna ante estas cuestiones, no suponen hoy otra cosa que la más absoluta derrota del espíritu. Estas conductas se nos muestran de forma continua en espacios publicitarios de todos los medios imaginables: televisión, radio, web, etc. Y todo ello, bajo un velo de facilidad y accesibilidad total, que lleva al individuo contemporáneo a exigir ante cualquier problema o necesidad (en la mayoría de los casos, creada, no real) una solución inmediata y tercera. Inmediata porque hoy el tiempo vale más que antaño y, tercera porque el descenso en los conocimientos técnicos de los medios de los cuales nos servimos, junto con la desaparición de los oficios (no de los puestos de trabajo, cosas distintas) se ha generalizado. Por tanto, ante la más mínima dificultad o deterioro surgen dos alternativas, desechar el objeto en cuestión o pedir el auxilio de un técnico que, probablemente, aconseje la sustitución.
Ejemplos de esta nueva era pueden ser la campaña de una aseguradora en la que se nos invita a ser ‘todistas’. Ante esto, ¿cómo vas a negarte? Es justamente esa la educación que has recibido desde pequeño, y por si fuera poco, a esto le han venido a llamar ‘progreso’, palabra que como otras tantas, gozan de un status de superioridad. La oferta es tentadora, tenerlo todo es sinónimo de alcanzar la felicidad (nótese, de nuevo, la ironía). Del mismo modo, ocurre algo similar cuando una famosa compañía telefónica nos ofrece convertirnos en ‘ilimitables’. Se aumenta un grado más la promesa, no solo lo puedes tener todo, sino que también lo puedes tener siempre que quieras y donde lo desees.
Se podría decir que hoy impera la idea de que soy en tanto que tengo, aunque esta posesión se sufrague gracias a préstamos que nos acompañaran durante décadas, mientras que la felicidad de la nueva adquisición será momentánea. Surge aquí el eterno debate de la cantidad frente a la calidad, del trabajo bien hecho frente al trabajo low cost, de la buena prenda de abrigo frente a las mil baratijas made in china. Ya se encargó el poeta estadounidense Ezra Pound de recordarnos que ‹‹con usura, no tiene el hombre casa de buena piedra››.
Todo, donde y cuando quieras. La amplitud de horarios en los negocios, especialmente en centros comerciales, también se ve como una oportunidad más para captar la atención de consumidores aburridos e insaciables. La línea que separa el trabajo, el consumo y el tiempo libre es cada vez más estrecha, sufriendo este último una continua transformación provocada por un nudo difícil de deshacer entre los dos primeros fenómenos. Y la reacción ante quién no comulga con la idea del ‘todo vale’ no se hace esperar y ‘enemigo del comercio’ e ‘insolidario’, son los apelativos más comunes, así como esa típica frase en boca del más ignorante: ¡Estamos en el siglo XXI!
Seguramente, el filósofo Ortega y Gasset señalaría que esta frase es la que mejor puede definir al hombre masa de nuestra época, pues pone de relieve la creencia de que todo lo que hoy gozamos le viene dado al individuo como un derecho de nacimiento, y que este puede reclamar como suyo absolutamente todo, sin haber realizado ningún tipo de hecho meritorio para conseguirlo. Un ejemplo más de que hoy todo es posible y todo puede ser reclamado es lo que en derecho se conoce como Ius Soli (derecho del suelo), según el cual una persona, por el mero hecho de nacer en un país, adquiere automáticamente la nacionalidad propia del mismo, independientemente de su origen. Es decir, recoge el mérito y la diferencia de otros sin que sus antepasados hayan contribuido a ello. Las leyes paritarias y la repulsa hacia la esencia de la propia naturaleza pueden servir asimismo como ejemplos que niegan la importancia del mérito. Queda claro entonces que ninguna diferencia es tan grande como para que hoy no se pueda eliminar mediante un papel oficial, dando lugar a una oficialización del hombre-masa.
En la misma línea, la progresiva difuminación en las limitaciones del espacio y del tiempo crean una ilusión de infinidad e inmediatez en todo aquello que concierne al bienestar y al entretenimiento de las personas. El tiempo para el reposo y la conversación familiar se estrecha. El dinamismo cotidiano, a ritmo de anuncio televisivo o de mensaje instantáneo, han creado una tendencia que nos lleva a una eterna necesidad informativa, aunque esta vea sacrificada la calidad de la misma, es decir, vea sacrificada la Verdad. La excesiva atención al teléfono móvil ha suprimido a las incómodas esperas y a la contemplación del presente. Incluso en las comidas familiares de fechas señaladas, como puede ser la Navidad, los más jóvenes (y en algunos casos, aquellos que ya no lo son tanto) pasan más tiempo con la cabeza agachada que erguida y en conversación con un familiar que por largo tiempo no han frecuentado.
El filósofo francés Alain de Benoist nos indica que la tendencia nos lleva a una ‘ideología de lo mismo’, que él mismo define como aquella que persigue, a nivel global, la existencia de un solo mercado, una misma cultura y un único gobierno. Este proceso se ve impulsado por la ruptura de los límites del tiempo y del espacio, por la elevación del hombre a categoría divina y por la pérdida del sentido de pertenencia, en pos de un sentido de apariencia. No se puede olvidar tampoco el proceso de estandarización que cada vez da comienzo en edades más tempranas, puesto que el tiempo que el niño pasa con sus padres se ha reducido, en muchos casos, al mínimo necesario. Se da el caso, pues, de que, si el aprendizaje no se lleva a cabo, en primer lugar, desde el propio hogar, se corre el riesgo de que sea otro quien eduque, ya sea el mercado (no diré el Estado, porque considero que este sirve, en última instancia, a los intereses del mercado) o el emergente mundo virtual, con los consecuentes trastornos de identidad que esto puede generar.
Cristian Jiménez