Hace unos meses escribíamos acerca de los atentados yihadistas de París y Beirut, y confesábamos sentir mayor congoja ante los caídos en el barrio chií, dado su compromiso sin ambages frente a los extremistas, que ante las víctimas parisinas, en tanto que las sociedades europeas viven -salvo honrosas excepciones- aletargadas, acomplejadas, y atomizadas.(1) Sin embargo, y para no llevar a malentendidos, insistíamos en que «nos conmueve enormemente que se atente contra París, es más, lo hacemos extensible a toda Europa: nos atacan a todos». En esta ocasión, tras lo acontecido en Bruselas, nos parece indispensable abordar el significado que tiene atentar contra nosotros.
Aparejado con el nivel medio de (in)cultura y (des)estima a lo que somos, la horda de tertulianos y opinólogos de los medios de comunicación más importantes se afana en segar cualquier brote de lo que denominan «islamofobia». Mientras, esos mismos portavoces de la Europa decadente, se ahorran cualquier crítica a la multiculturalidad o a la inmigración masiva, causa última del capitalismo desencarnado y motivante del choque cultural que engrosa las células islamistas. La premisa está clara, cabe encajar cualquier golpe y no alzar demasiado la voz. Y si alguien se descarría, no dudarán los abanderados de la superioridad moral en recordarle que son unos pocos atentados los que padece Europa en comparación con el mundo árabe. Y bien cierto es. Pero ante esta lógica que parece darnos a entender que hasta que no supongamos el 51% no tendrán suficiente fuerza nuestros llantos, debemos objetar de forma radical.
El mundo global nos importa un comino; las cifras y porcentajes nos parecen una abstracción propia de las almas más frías y calculadoras; un atentado contra Europa, por pequeño que sea o por enferma que esté nuestra ecúmene, lo consideramos una afrenta imperdonable. El terrorista islámico que mata en nuestra tierra en nombre de la yihad es un enjendro antieuropeo. Da igual el lugar de nacimiento. Da igual lo que diga un documento. El derecho de sangre, de un tiempo a esta parte obnubilado, debe prevalecer siempre ante el denominado derecho del suelo. No hagamos como el pánfilo, que cuando un dedo le señala el sol, él se queda mirándo el dedo. Cabe mirar más allá de lo próximo, más allá del dedo o del DNI. Las raíces siempre permanecen soterradas, y son estas las que confieren al individuo su identidad. Nacer en suelo europeo no altera una sangre alóctona.
Nuestra forma de vida no es negociable. Inmolarse en lugares frecuentados, vestir velo, la construcción de mezquitas o comercializar comida halal no es propio de Europa. Un gran hermano distópico, controles de seguridad en cada esquina, violaciones de la privacidad o recortes en nuestras libertades tampoco. No permitiremos los ataques perpetrados contra nuestra tierra, pero tampoco debemos acatar estas soluciones que se basan en la dominación de todo individuo. Demandamos, pues es de justicia, extirpar del cuerpo continental los elementos dañinos. Las políticas antiterroristas deben dirigirse a las minorías problemáticas, no a nosotros, y no solo a los individuos sospechosos. Extirpemos lo maligno, y no repitamos los errores, no nos dejemos entumecer con un nuevo contingente de «refugiados» foráneos.
De fronteras hacia dentro estamos inmersos desde hace varias décadas en una batalla moral contra quienes pretenden que dejemos de ser lo que somos. El discurso de estos bienpensantes ha acabado por permitir esta situación, y el enemigo ya no está fuera de nuestra ‘limes’. Restamos a la espera de un nuevo atentado que nos vuelva a confirmar que la guerra en Europa cobra visos de realidad. Ante ello hemos de repetirnos: «Nuestra forma de vida no es negociable».
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Firmado: La Vorágine Mediterránea.