SOBRE LOS ATENTADOS DE PARÍS.

Hace apenas unos días la ciudad de París volvió a vivir en sus carnes un atentado de corte yihadista. Por un lado, los medios nos hablan, pasado este breve tiempo, de la ejemplar respuesta de la sociedad parisina: «han vuelto a la rutina», nos dicen las televisiones; «es una lección para todos, siguen con sus vidas», aseguran los editoriales de prensa. Pero para nosotros, cabría preguntarse qué tiene eso de valioso. Las redes sociales, por otro lado, se llenan de etiquetas de apoyo a Francia y de fotos con la tricolor de fondo, a modo de solidaridad con las víctimas. Pero para nosotros, otra vez, cabría preguntarse qué tiene eso de meritorio. Con tal de responder a estos interrogantes, aludimos a la facilona conducta del occidental medio: el hedonismo ególatra es la clave.

El escritor Arturo Pérez-Reverte (mentiríamos al decir que nos alumbra, como de Prada; o que nos desagrada, como Juan Goytisolo) ha escrito en una conocida red social unos mensajes que celebramos enormemente.(1) En ellos se reflexiona sobre la cobardía actual de los europeos, sobre la ingenuidad de vernos eternamente a salvo, seguros de que alguien descenderá de a saber qué lugar en el momento que nosotros lo precisemos, como si viviéramos confiados en que lo feo solo forma parte de esas pesadillas que un pellizco hace desvanecer. El de Pérez-Reverte es un certero diagnóstico sobre nuestro gran mal: la construcción (léase destrucción) moral del individuo actual, enajenado de todo compromiso que le implique algún esfuerzo laborioso. Esto se puede traducir, para mayor claridad, en la divinización del «Yo» y de lo «Mío», y en la consiguiente muerte de la Comunidad y el Espíritu.

Solo con estos elementos se explica que cuatro energúmenos armados sean capaces de dominar dócilmente a más de un centenar de personas en el teatro Bataclan. Cuatro asesinos sobre los que nadie se abalanzó, a los que nadie pensó en frenar, aun sabiendo que con una heorica acción hubiera sido posible salvar más vidas. El morir matando es una divisa que solo existe en las grandes pantallas. Los asistentes, fiel reflejo de la Europa de hoy, restaron inmóviles, pasivos e impasibles, y dejaron que fueran los terroristas quienes decidieran sobre sus vidas, que apretaran el gatillo sobre los allí presentes en el momento en que se les antojara. Cerca de ochenta de los asistentes (por ahora) murieron en la sala, pero lo cierto es que todos ellos -los que perecieron y los que sobrevivieron-, ya habían firmado su sentencia de muerte con su propia inacción. La única resistencia que supieron mostrar algunos fue escribir tuits pidiendo auxilio para que alguien fuera a rescatarlos. Pérez-Reverte escribe: «¿Imaginan cuánto duraría un terrorista europeo con un arma en una mezquita siria a la hora de la oración? Ni a recargar, le daría tiempo». Nada más que añadir.

Con todo ello, declaramos que nos conmueve enormemente que se atente contra París, es más, lo hacemos extensible a toda Europa: nos atacan a todos. Pero nos arrolla la rabia al ver que en esta sucia e infecta sociedad en la que vivimos, más que el avance del yihadismo preocupa el rédito político que el Frente Nacional pueda sacar en las próximas elecciones, o cómo responderá tras el atentado la sociedad europea frente al problema de los refugiados. En esta espiral de cobardía y auto-odio, no podemos dejar de mostrar una pesadumbre quizá mayor ante el atentado que DAESH perpetró días antes en uno de los bastiones de Hezbollah en Beirut, el barrio de Burj el Barajne, dejando más de 40 muertos. Una masacre que la «agenda-setting» no consideró relevante, un atentado ante el cual tus amigos de Facebook no se movilizaron. Pero hemos de decir que, pese a las diferencias entre lo acontecido en Beirut y París, ambas ciudades al día siguiente de los ataques, reaccionaron de igual manera: volvieron a la rutina. En Burj el Barajne estrenaron el nuevo día al igual que el anterior, en pie de guerra contra la yihad; en el centro de París, mientras, los narcisitas que nos rodean dan gracias «al azar» por haberse salvado esta vez: continuarán, y con ellos la mayor parte de nuestra sociedad occidental, con el ocio y la vanidad como único motor existencial. Tal es su utopía. La de ellos, claro. Y frente a este pretendido paraíso terrenal, los cantos de poetas como Julio Martínez Mesanza nos recuerdan el atávico mandato: «Si esa ciudad existe, mis jinetes / la harán ceniza. Nada enseña a un hombre». (2)

Vivimos en un mundo decadente. En una tierra muerta. En la asfixiante distopía que algunos se empeñan en disfrazárnosla como el Edén del goce. Ese tétrico y marchito horizonte que inspiró a un francés como Drieu la Rochelle (escritor maldito a ojos del «buenismo») unas palabras que ojalá se tornen profecía: «La gente del pueblo es la gran protectora de las costumbres: todos los días, con sus «crímenes pasionales», protesta contra la relajación moral de las grandes ciudades». (3)

Firmado: La Vorágine Mediterránea.
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(1) http://www.huffingtonpost.es/2015/11/15/atentados-paris-reverte_n_8568440.html
(2) Julio MARTÍNEZ MESANZA: «Contra Utopía I», en Nínive [Col. Europa], Sevilla, ed. Renacimiento, 1986. Destacar que el nombre de este libro -Nínive- hace referencia a una antigua ciudad asiria. Hoy en día, sobre aquel emplazamiento se levanta la iraquí Mosul, que cuenta con una importante población cristiana y que trístemente ha caído en manos de DAESH.
(3) Pierre DRIEU LA ROCHELLE: Burguesía soñadora, Madrid, ed. Artime, 2007.

 
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